Mi Respeto por Carlito, que va tambaleándose hasta el infinito. Una inteligencia beoda y de Nuñez. Mezcla perfecta entre Isidoro Cañones y Patoruzú. Un asalariado, que coleccionaba momentos de arlequín, para reírse fuera del comic. Buscando el futuro en el presente, creaba así una escuela auténtica, para ser quien quieras ser pero siempre con el otro.
El cielo, entonces, es el otre, diría Carlito.
Pero soñar no puede durar para siempre, la risa tampoco. Un día estaba tomando un whisky en un baile por la costanera y a los dos meses en la cama del hospital, sin arrepentimiento alguno y diciendo: “Jamás voy a comer de tu tallo verde lechuga”. De paso cañazo, conseguía que las enfermeras le pasaran los puchos. Se automedicaba el humo, porque si no fumaba, tosía y le dolía, y el riesgo de que se le abrieran las costuras de las operaciones, que igual se abrieron.
El mundo humano, es esa herida abierta, que jamás cerrará (de más está decir, por los miserables que lo habitan). Resistir el mundo, es como morder el vacío. Es una mierda no tener a dónde ir más que a la trinchera. Trinchera donde el goce es no ver nada. Goce precario: “imaginar un mundo mejor”.
Carlito, entonces, creó una fuga. Una velocidad dónde no ser pensado. Ni por sus hijos, ni por sus esposas, ni por sí mismo (tal vez sólo por su madre, pero ella jamás lo hubiese confesado). Devenir del día a día como pasajero de un tren de fábulas, demasiado rotas para el optimista, demasiado victoriosas para el pesimista. Daba igual, su vaso estaría medio lleno (de vino con soda).
Una Fe, como tantas otras, pero sin esclavitudes. Una soledad, como tantas otras, pero segura de sí misma.
Mi respeto por Carlito
Mi Respeto por Carlito, que va tambaleándose hasta el infinito. Una inteligencia beoda y de Nuñez. Mezcla perfecta entre Isidoro Cañones y Patoruzú. Un asalariado, que coleccionaba momentos de arlequín, para reírse fuera del comic. Buscando el futuro en el presente, creaba así una escuela auténtica, para ser quien quieras ser pero siempre con el otro.
El cielo, entonces, es el otre, diría Carlito.
Pero soñar no puede durar para siempre, la risa tampoco. Un día estaba tomando un whisky en un baile por la costanera y a los dos meses en la cama del hospital, sin arrepentimiento alguno y diciendo: “Jamás voy a comer de tu tallo verde lechuga”. De paso cañazo, conseguía que las enfermeras le pasaran los puchos. Se automedicaba el humo, porque si no fumaba, tosía y le dolía, y el riesgo de que se le abrieran las costuras de las operaciones, que igual se abrieron.
El mundo humano, es esa herida abierta, que jamás cerrará (de más está decir, por los miserables que lo habitan). Resistir el mundo, es como morder el vacío. Es una mierda no tener a dónde ir más que a la trinchera. Trinchera donde el goce es no ver nada. Goce precario: “imaginar un mundo mejor”.
Carlito, entonces, creó una fuga. Una velocidad dónde no ser pensado. Ni por sus hijos, ni por sus esposas, ni por sí mismo (tal vez sólo por su madre, pero ella jamás lo hubiese confesado). Devenir del día a día como pasajero de un tren de fábulas, demasiado rotas para el optimista, demasiado victoriosas para el pesimista. Daba igual, su vaso estaría medio lleno (de vino con soda).
Una Fe, como tantas otras, pero sin esclavitudes. Una soledad, como tantas otras, pero segura de sí misma.
Mi respeto por Carlito